Aca dejo un dibujo que hice basado en un cuento de dos amigos, primero el cuento,
despues el dibujo y abajo de todo dejo el link en taringa de donde lo publicaron.
espero les guste:
El presente es un cuento armado entre dos pirulos de la literatura universal:
Iscariote y juanesloko. La idea se gestó en los tiempos de la comunidad
Colectivo Lleno, a raíz de lo que intentó ser un Cadaver Exquisito al
cual nos encargamos de desvirtuar en su momento. De esto hace ya como
1 año. El resultado de la maceración de metáforas e ilusiones que nos creamos
para intentar contar esta historia, es una masa amorfa y de un delicado olor
a putrefacción, que no pretende mucho más que demostrar que a pesar de
la distancia, sentimos lo mismo en todo momento (dixit A.Lerner). Say no more,
he aquí el resultado. Espero sepan disculpar.
El Blues del Cruce
(Sublimación de una leyenda)
y una mirada cómplice con los ojos de su virgilio basta. Solo como cuando llegó
al mundo, pero con un negro traje impermeable al polvo, consigue vislumbrar
el legado, el concepto de inmortalidad que versa que es mejor arder eternamente
en la memoria de la posteridad, que apagarse tibiamente en una corta vida sin herencia.
despues el dibujo y abajo de todo dejo el link en taringa de donde lo publicaron.
espero les guste:
El presente es un cuento armado entre dos pirulos de la literatura universal:
Iscariote y juanesloko. La idea se gestó en los tiempos de la comunidad
Colectivo Lleno, a raíz de lo que intentó ser un Cadaver Exquisito al
cual nos encargamos de desvirtuar en su momento. De esto hace ya como
1 año. El resultado de la maceración de metáforas e ilusiones que nos creamos
para intentar contar esta historia, es una masa amorfa y de un delicado olor
a putrefacción, que no pretende mucho más que demostrar que a pesar de
la distancia, sentimos lo mismo en todo momento (dixit A.Lerner). Say no more,
he aquí el resultado. Espero sepan disculpar.
El Blues del Cruce
(Sublimación de una leyenda)
Se acercaba la medianoche más oscura del verano de 1930 a las afueras de
Clarksdale, un pueblo olvidado hasta por sus propios habitantes. La pegajosa
humedad de ese verano se hacía cada vez más insoportable y por las calles
deambulaba el vago. Una imitación de Gibson Kalamazoo al hombro, ojos distantes
y una sonrisa torcida, tal vez por el whisky, tal vez por el cáñamo, mueca e indiferencia
al fin.
El monótono camino rural que conducía al cruce de la 49 y la 61 veía sus pasos
desvanecerse uno tras otro, tal como preludió contemplativamente a tantos otros.
Caminaba despacio, rostro oculto por el sombrero, y el cruce donde los mediocres
acordes dejarían de sonar para siempre se acercaba a él.
Pocos minutos habían pasado del arribo al lugar convenido y aunque la
temperatura recalcara la inconveniencia del traje para el encuentro, el prestigio
de aquella entrevista requería la mayor de las solemnidades y el más distinguido
protocolo.
La Luna que asomaba desde los abismos, cual curiosa peregrina del espacio,
ni aún bailando entre estrellas se había acostumbrado a noches como ésta,
donde la oscuridad no era culpa de ella. La guitarra se convertía en perchero del
saco y el sombrero, y las mangas de la camisa dejaban de ser estoicas barreras
contra insectos.
Medianoche y las primeras notas sonaban en su vieja guitarra, otras más
las escoltaban: la técnica no sorprendía, tampoco el talento. Entonaba
algunos versos, pobres de alma, sedientos de luz. Volaba con el viento
aquella canción, y poco antes de los acordes finales encontraba oídos ávidos,
no de música ni talento, sino de pobres almas.
Un sensual porte ahora compartía su soledad de Mississipi y se amalgamaba
con la tenue brisa ribereña que acompañó su arribo. El dulce azufre que su
olfato relamía nada tenía que ver con aquellas repulsivas descripciones de
quienes osaron describir las cualidades infernales, más bien se parecía a
una fragancia de jazmín y rocío, de inocencia lista a ser arrebatada por
los más bajos instintos de la música animal.
Miradas de hombres negros se fundían en un escrutinio pacífico, el
nerviosismo ajeno a cualquiera de aquellos dos colosos. Uno presto a jugar todas
las fichas antes del flop, con las cartas que le tocaran, y otro con una pareja
de ases en la manga, cual campeón de las mesas más venenosas.
Las bordonas esperaban ansiosas danzar acompasadas y los futuros lamentos,
impacientes querían por fin apoderarse del alma que los mostrara tal como su
desgarradora naturaleza los definía. Los ojos del otro ya habían perdido
todo brillo, oscuros como la noche, como el futuro de su alma, observaban
todo desde algún lugar en el infinito.
La apuesta no podía esperar más a aquella mano, y sus mediocres composiciones
serían su triste montón de fichas. Sabía que podía perderlo todo, sabía su
bluff demasiado ambicioso. Pero, después de todo, y a pesar de que nunca
fue bueno en el juego, no mucho que perder tenía.
La jugada estaba hecha, y la guitarra en manos del aparecido, que ahora
dejaba ver su sonrisa, rota por el viento, amarilla de felicidad, casi lujuriosa
ante una nueva eternidad. Sin mediar palabra afinaba de nuevo las cuerdas,
único nexo con la realidad, a punto de volverse fuego, a punto de espantar.
El descenso helicoidal empezaba hacia otro mundo, un mundo de viento
cromático y vendaval áspero, música aterciopalada y melodía azul. La
mano negra lo guiaba por el agujero de conejo, donde cínifes verborrágicos
y caníbales sibaritas le convidaban éxtasis y egolatría. Una escala de La menor
era el tobogán espiral que desembocaba en el paraíso de vicio y delirio, aquel
que lo cobijaría por una perpetuidad.
En la caverna, ornamentada con zepelines vagabundos de color limón, se oía el
futuro de una revolución, una posteridad legada a conquistadores académicos,
un deleite de generaciones de paz, sexo, y protesta. La gloria hacía indeclinable
la oferta faustina, una miga a cambio de un incendio forestal.
Ahora cuatro delicadas manos danzaban al compás de antiquísimos ritos,
mientras las uñas de finesterre desgarraban la paz de su ser. Aquella
brisa que respiraba ahora se oscurecía de a poco, tiñendo de escarlata
la garganta, sangrando sagradas confesiones de su olvidada fe. La Luna
paría otro huérfano y su llanto volvía a alimentar el lamento de lobo que
era manada solo.
Abrazado a las sombras despertaba, no del sueño, sino de la realidad, sus
nuevos ojos acusaban más de mil años y alumbraban las huellas del
torbellino infernal. Su guitarra impoluta de polvo, ahora teñida de
impecable negro, ya nunca más oficiaría de poste para saco y sombrero,
sino de insospechable artefacto del aquelarre, inimaginable horror amigo
del diablo. Ya no necesitaba mirar al costado antes de cruzar la 49, porque
sabía que su suerte no estaría echada sin éxito ni excesos.
Seguía sin pensar las vías del tren, sin tratar de llegar a algún lado sino
intentando irse de todas partes, arribando silencioso a varios pueblos. Tocaba
en tristes bares, violentos reductos que eran imanes infalibles de perdidos
y borrachos, inexistentes y ladrones, fantasmas y prostitutas, o vagabundos
con alguna moneda para otro trago.
Noche tras noche y pueblo tras pueblo, no cansaban de hacer alarde su
talento superlativo con las cuerdas ni sus extraños e incomparables tonos de
falsete. De a poco se hacía un nombre, pero sólo eso le quedaba, su nombre.
La guitarra ya no era barata, ni el traje raído, pero todo lo demás era
efímero e inmediato, en el trato había cedido hasta su sombra.
Sus pasos de hombre ya no dejaban huella y así como aparecían, se desvanecían
en ciudades, pensiones o casas de hombres que dejaban a sus mujeres solas
mientras trabajaban. Pero los pasos de su leyenda dejaban profundas marcas,
no solo en el corazón de sus amantes, sino también en los melómanos oídos
que lo seguían.
Su reconocimiento en la escena musical sólo significaba que el whisky ya
no costara tanto, ya en que aquellos días ser negro y tocar Blues significaba
ser dos veces negro. Y con aquella noche del cruce de caminos lejana en el
tiempo, sólo 29 canciones en acetato se encargarían definitivamente de cerrar
el convenio de virtuosismo e inmortalidad.
Durante la tertulia final, tristes sonaban los últimos acordes de la noche
y el bourbon brotaba de cada rincón del bar. Los borrachos de siempre y
algún afortunado que pasaba por casualidad quedaban sorprendidos por
su actuación. El voluminoso dueño sonreía, quizás esta noche le pague
lo que le debe. Algunas muchachas lo miraban desde el primer piso, risueñas
y con falsa timidez, detrás de lo que queda del maquillaje, mientras de a poco
se sofocaban dentro de sus corsés.
Un cigarro apretado en sus dientes y una gentil estela de humo lo acompañaban
mientras guardaba su guitarra, los dedos flacos y largos que hace instantes
bailaban ágilmente entre los trastes ahora se mostraban un tanto cansados,
y recorrían tenebrosos el camino hacia su bolsillo, arrimando el próximo cigarro.
El antagonista gordo, bigotudo, de pelo sucio y pegado al cráneo, estiraba una
mano vacía, lo felicitaba e invitaba un trago zaguero. Mientras le servía el destilado
le prometía pagarle al día siguiente la deuda, aunque estaba seguro de que
saldaría todo esa misma noche. Asintió sabiendo que probablemente no le pagaría,
le invitaría otro trago, y que tanto halago se correspondía con la tibieza
doméstica de la hembra del orondo. Podía ver la rúbrica de su antiguo
contrato y un facón salirle limpiamente de las entrañas.
Sus largas falanges se estiraban en busca del último cigarro mientras se
incorporaba y dejaba el bar, no con rumbo al hotel, ahora partiría a direcciones
distintas, disfrutando de la noche y la soledad, vagabundo incurable de las
sombras. Las charlas con su oscuro compañero de ruta ahora serían entusiastas
y ausentes, legendarias y melancólicas.
Horas donde nadie anda por las mugrosas calles, sólo el viento que acompaña
la marcha, mientras la luna nostálgica se refugia del frío a doler a sus hijos
perdidos. A veces cruza algún desdibujado personaje de la noche, espejo de
cualquiera. Tal vez eligió mal su camino. Un último beso a la nicotina antes
de dejarla escapar por entre los dedos.
En el horizonte se dibuja un contorno oscuro, pero no se detiene, jamás lo hace, Clarksdale, un pueblo olvidado hasta por sus propios habitantes. La pegajosa
humedad de ese verano se hacía cada vez más insoportable y por las calles
deambulaba el vago. Una imitación de Gibson Kalamazoo al hombro, ojos distantes
y una sonrisa torcida, tal vez por el whisky, tal vez por el cáñamo, mueca e indiferencia
al fin.
El monótono camino rural que conducía al cruce de la 49 y la 61 veía sus pasos
desvanecerse uno tras otro, tal como preludió contemplativamente a tantos otros.
Caminaba despacio, rostro oculto por el sombrero, y el cruce donde los mediocres
acordes dejarían de sonar para siempre se acercaba a él.
Pocos minutos habían pasado del arribo al lugar convenido y aunque la
temperatura recalcara la inconveniencia del traje para el encuentro, el prestigio
de aquella entrevista requería la mayor de las solemnidades y el más distinguido
protocolo.
La Luna que asomaba desde los abismos, cual curiosa peregrina del espacio,
ni aún bailando entre estrellas se había acostumbrado a noches como ésta,
donde la oscuridad no era culpa de ella. La guitarra se convertía en perchero del
saco y el sombrero, y las mangas de la camisa dejaban de ser estoicas barreras
contra insectos.
Medianoche y las primeras notas sonaban en su vieja guitarra, otras más
las escoltaban: la técnica no sorprendía, tampoco el talento. Entonaba
algunos versos, pobres de alma, sedientos de luz. Volaba con el viento
aquella canción, y poco antes de los acordes finales encontraba oídos ávidos,
no de música ni talento, sino de pobres almas.
Un sensual porte ahora compartía su soledad de Mississipi y se amalgamaba
con la tenue brisa ribereña que acompañó su arribo. El dulce azufre que su
olfato relamía nada tenía que ver con aquellas repulsivas descripciones de
quienes osaron describir las cualidades infernales, más bien se parecía a
una fragancia de jazmín y rocío, de inocencia lista a ser arrebatada por
los más bajos instintos de la música animal.
Miradas de hombres negros se fundían en un escrutinio pacífico, el
nerviosismo ajeno a cualquiera de aquellos dos colosos. Uno presto a jugar todas
las fichas antes del flop, con las cartas que le tocaran, y otro con una pareja
de ases en la manga, cual campeón de las mesas más venenosas.
Las bordonas esperaban ansiosas danzar acompasadas y los futuros lamentos,
impacientes querían por fin apoderarse del alma que los mostrara tal como su
desgarradora naturaleza los definía. Los ojos del otro ya habían perdido
todo brillo, oscuros como la noche, como el futuro de su alma, observaban
todo desde algún lugar en el infinito.
La apuesta no podía esperar más a aquella mano, y sus mediocres composiciones
serían su triste montón de fichas. Sabía que podía perderlo todo, sabía su
bluff demasiado ambicioso. Pero, después de todo, y a pesar de que nunca
fue bueno en el juego, no mucho que perder tenía.
La jugada estaba hecha, y la guitarra en manos del aparecido, que ahora
dejaba ver su sonrisa, rota por el viento, amarilla de felicidad, casi lujuriosa
ante una nueva eternidad. Sin mediar palabra afinaba de nuevo las cuerdas,
único nexo con la realidad, a punto de volverse fuego, a punto de espantar.
El descenso helicoidal empezaba hacia otro mundo, un mundo de viento
cromático y vendaval áspero, música aterciopalada y melodía azul. La
mano negra lo guiaba por el agujero de conejo, donde cínifes verborrágicos
y caníbales sibaritas le convidaban éxtasis y egolatría. Una escala de La menor
era el tobogán espiral que desembocaba en el paraíso de vicio y delirio, aquel
que lo cobijaría por una perpetuidad.
En la caverna, ornamentada con zepelines vagabundos de color limón, se oía el
futuro de una revolución, una posteridad legada a conquistadores académicos,
un deleite de generaciones de paz, sexo, y protesta. La gloria hacía indeclinable
la oferta faustina, una miga a cambio de un incendio forestal.
Ahora cuatro delicadas manos danzaban al compás de antiquísimos ritos,
mientras las uñas de finesterre desgarraban la paz de su ser. Aquella
brisa que respiraba ahora se oscurecía de a poco, tiñendo de escarlata
la garganta, sangrando sagradas confesiones de su olvidada fe. La Luna
paría otro huérfano y su llanto volvía a alimentar el lamento de lobo que
era manada solo.
Abrazado a las sombras despertaba, no del sueño, sino de la realidad, sus
nuevos ojos acusaban más de mil años y alumbraban las huellas del
torbellino infernal. Su guitarra impoluta de polvo, ahora teñida de
impecable negro, ya nunca más oficiaría de poste para saco y sombrero,
sino de insospechable artefacto del aquelarre, inimaginable horror amigo
del diablo. Ya no necesitaba mirar al costado antes de cruzar la 49, porque
sabía que su suerte no estaría echada sin éxito ni excesos.
Seguía sin pensar las vías del tren, sin tratar de llegar a algún lado sino
intentando irse de todas partes, arribando silencioso a varios pueblos. Tocaba
en tristes bares, violentos reductos que eran imanes infalibles de perdidos
y borrachos, inexistentes y ladrones, fantasmas y prostitutas, o vagabundos
con alguna moneda para otro trago.
Noche tras noche y pueblo tras pueblo, no cansaban de hacer alarde su
talento superlativo con las cuerdas ni sus extraños e incomparables tonos de
falsete. De a poco se hacía un nombre, pero sólo eso le quedaba, su nombre.
La guitarra ya no era barata, ni el traje raído, pero todo lo demás era
efímero e inmediato, en el trato había cedido hasta su sombra.
Sus pasos de hombre ya no dejaban huella y así como aparecían, se desvanecían
en ciudades, pensiones o casas de hombres que dejaban a sus mujeres solas
mientras trabajaban. Pero los pasos de su leyenda dejaban profundas marcas,
no solo en el corazón de sus amantes, sino también en los melómanos oídos
que lo seguían.
Su reconocimiento en la escena musical sólo significaba que el whisky ya
no costara tanto, ya en que aquellos días ser negro y tocar Blues significaba
ser dos veces negro. Y con aquella noche del cruce de caminos lejana en el
tiempo, sólo 29 canciones en acetato se encargarían definitivamente de cerrar
el convenio de virtuosismo e inmortalidad.
Durante la tertulia final, tristes sonaban los últimos acordes de la noche
y el bourbon brotaba de cada rincón del bar. Los borrachos de siempre y
algún afortunado que pasaba por casualidad quedaban sorprendidos por
su actuación. El voluminoso dueño sonreía, quizás esta noche le pague
lo que le debe. Algunas muchachas lo miraban desde el primer piso, risueñas
y con falsa timidez, detrás de lo que queda del maquillaje, mientras de a poco
se sofocaban dentro de sus corsés.
Un cigarro apretado en sus dientes y una gentil estela de humo lo acompañaban
mientras guardaba su guitarra, los dedos flacos y largos que hace instantes
bailaban ágilmente entre los trastes ahora se mostraban un tanto cansados,
y recorrían tenebrosos el camino hacia su bolsillo, arrimando el próximo cigarro.
El antagonista gordo, bigotudo, de pelo sucio y pegado al cráneo, estiraba una
mano vacía, lo felicitaba e invitaba un trago zaguero. Mientras le servía el destilado
le prometía pagarle al día siguiente la deuda, aunque estaba seguro de que
saldaría todo esa misma noche. Asintió sabiendo que probablemente no le pagaría,
le invitaría otro trago, y que tanto halago se correspondía con la tibieza
doméstica de la hembra del orondo. Podía ver la rúbrica de su antiguo
contrato y un facón salirle limpiamente de las entrañas.
Sus largas falanges se estiraban en busca del último cigarro mientras se
incorporaba y dejaba el bar, no con rumbo al hotel, ahora partiría a direcciones
distintas, disfrutando de la noche y la soledad, vagabundo incurable de las
sombras. Las charlas con su oscuro compañero de ruta ahora serían entusiastas
y ausentes, legendarias y melancólicas.
Horas donde nadie anda por las mugrosas calles, sólo el viento que acompaña
la marcha, mientras la luna nostálgica se refugia del frío a doler a sus hijos
perdidos. A veces cruza algún desdibujado personaje de la noche, espejo de
cualquiera. Tal vez eligió mal su camino. Un último beso a la nicotina antes
de dejarla escapar por entre los dedos.
y una mirada cómplice con los ojos de su virgilio basta. Solo como cuando llegó
al mundo, pero con un negro traje impermeable al polvo, consigue vislumbrar
el legado, el concepto de inmortalidad que versa que es mejor arder eternamente
en la memoria de la posteridad, que apagarse tibiamente en una corta vida sin herencia.